No considero lo feo como contrario a lo bello, el impacto a la sensibilidad plástica no es ocasionado sólo por el equilibrio, lo terso o lo rosa, sin embargo, tampoco puede ser simplemente feo. Eco enuncia lo abyecto para evocar a aquello que nos atrae sin cumplir con cánones o estándares de belleza, incluso, ante piezas cerca de lo perturbador. Es interesante notar que a pesar de que, a primera instancia, parece existir una distancia diametral, resulte más claro imaginarlas conviviendo en el limítrofe de nuestra existencia; entre lo que podríamos llamar la vida y la muerte, donde tanto la belleza como la fealdad son consumidas igual por el tiempo y donde por un instante alcanzan su forma sublime y son capturadas para la eternidad, por un píncel, una pluma, la luz o el acetato. Quizás en el territorio de lo efímero, lo etéreo es donde se encuentran los paisajes más bellos.
Para Rilke la belleza se asimila a lo sublime y se convierte en antesala de lo siniestro; lo que está por revelarse. Un buen ejemplo se encuentra en la memoria de todos: El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli. Trías lo desmenuza magistralmente en “Lo bello y lo siniestro” y nos devela un violento secuestro y violación, casi el nacimiento de la tragedia.
En la visita de Witkin a México era la obra de El Beso quien invitaba a los pasillos del extinto Foto Museo Cuatro Caminos, la técnica es impactante, una composición sencilla con ejes al centro y el peso visual contenido en un triángulo invertido, es salvaje y me recordó a Blake con su “Sólo la muerte puede salvarnos de la muerte, el amor es muerte…”, hay un barroco desmenuzándose pero que aún vive su clímax y en los ojos cerrados por la muerte es donde vive la historia de amor que imaginamos.
Dentro de la literatura me viene a la mente un hermoso cuento de Lovecraft “Los amados muertos”, es casi un poema y me acompaño muchos años su recuerdo, lo leí en una de esas etapas de hambre por lecturas y además aprendí un par de palabras. Comparto unas líneas:
¨Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero chapitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud – terrorífica quietud -, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.
De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí !¨
Al final la propia vida es agridulce, un eterno va y ven en busca de -ya no felicidad-, sino equilibrio, llano y vil. Sin sabor; creo que es cuando se profana que surge aquello que podemos categorizar.